jueves, 3 de agosto de 2006

Elecciones y guerra de clase

John Saxe-Fernández
La Jornada.
México 3 de agosto de 2006.

No sorprende que la base social de México haya entrado en erupción: al malestar forjado por la irresponsabilidad político-electoral del gobierno de Fox en los comicios de 2006, se suman 24 años de agravios a la población por lo que las inequidades y anomalías demostradas a lo largo de la jornada electoral pueden tener efectos traumáticos sobre la nación.

Es el resultado de lo que a todas luces es una "guerra de clase", término adecuado para calificar al programa de "reformas estructurales" impulsadas por la clase gobernante de EU y "sus" oligarquías asociadas al sur del Bravo y al "Estado de bienestar invertido" fundado en instrumentos malsanos como el programa de privatizaciones auspiciado por el Banco Mundial y el BID, plagado de corrupción, o el Fobaproa-IPAB, a favor de la plutocracia que terminó por hacer trizas el patrimonio de millones de familias y de pequeñas y medianas empresas nacionales. La cifra oficial de los pobres ya llega a 31 millones 700 mil personas, todo ello en medio de una metódica destrucción y debilitamiento de las redes de protección social, financieras y cambiarias.

A los incontables costos humanos de cuatro sexenios de insistente ataque al salario, el sindicato, el patrimonio nacional, la hacienda pública, la salud, educación y el empleo, se agrega ahora la descomposición del proceso comicial, único mecanismo disponible para lograr una resolución no violenta del cataclismo socioeconómico que vivimos. Se estigmatiza una demanda democrática, un recurso jurídicamente disponible, como es el recuento de los votos para generar certidumbre y transparencia, exigencia de los poco más de 2 millones de ciudadanos que protagonizamos el domingo pasado la mayor manifestación registrada en México, frente a dudosas cifras electorales que para el IFE y el PAN son definitivas, como con arrogancia y precipitación planteó Calderón ante el TEPJF, cuando la calificación apenas arrancaba.

En medio de este ataque a los principios de equidad y certeza electoral, resulta ensordecedor el ruido generado por el crujir de los fundamentos de la paz social. En esta crisis están presentes todos los precipitantes socioeconómicos identificados en la literatura especializada sobre la etiología de los estallidos sociopolíticos. Son apabullantes incluso las cifras oficiales del INEGI, maquilladas como están por medio de astutas definiciones, encaminadas a disfrazar y minimizar la percepción de un fenómeno tan central como la capacidad del régimen para generar pobreza, desempleo y una redistribución profundamente regresiva del ingreso nacional: al menos 6.6 millones de integrantes de la población económicamente activa se sumaron en este sexenio al desempleo abierto y fueron enviados sumariamente a una enorme economía informal, una de cuyas expresiones cardinales, el narcotráfico, sometida al flujo de doble vía entre drogas y armas de alto poder, hacia y desde EU, muestra una criminalización y militarización, que rebasa las capacidades de los instrumentos de Estado para contener sus efectos.

Desde estas páginas Juan Antonio Zúñiga (La Jornada, 1/8/06) nos ofreció una síntesis estremecedora de lo que ha sido el ataque sistemático, orquestado desde el gobierno, contra el aparato productivo, público y privado, tanto en el campo como en la ciudad.

Zúñiga indica que entre 2001 y el primer trimestre de 2006 la planta laboral ocupada por los grandes establecimientos económicos registró un desplome de 59.5 por ciento, que se traduce en una disminución de 5.3 millones de trabajadores, lanzados a la calle, a los "micronegocios" o a la migración ilegal. Al inicio del sexenio las grandes empresas ocupaban a 8.9 millones de trabajadores y en el último año la cifra se redujo a 3.6 millones. El desastre no se limita a la población urbana: también en el sector agropecuario los resultados del sexenio son devastadores, con una caída de 1.2 millones de empleos.

Pero esto no es más que la punta del témpano, porque estamos en presencia de una desintegración de enormes complejos económico-territoriales (como los involucrados en el manejo diario de Pemex y la Comisión Federal de Electricidad -CFE-) y de vastas áreas productivas, en el sector privado y público. El desmantelamiento de Pemex y CFE se profundizó a niveles insospechados, a favor de grandes empresas extranjeras. Las pequeñas y medianas empresas privadas nacionales, manufactureras y comerciales, formales e informales también resultaron dañadas. Todo en medio de un contratismo corrupto sin freno y del debilitamiento de la legitimidad electoral y de los enlaces políticos, institucionales y sindicales.

En este volátil contexto, el plantón que se realiza a favor de la democracia está justificado, pero en nada ayuda que se exprese estrangulando vías primarias del Distrito Federal que afectan a la ciudadanía, máxime cuando el temerario llamado de los beneficiarios internos y externos del régimen a profundizar el uso de la represión porril y policial-militar contra la resistencia civil se cierne como amenaza mayor a la paz social.

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