jueves, 25 de julio de 2002

EU: crisis económica y guerra

John Saxe-Fernández
La Jornada.
México 25 de julio de 2002.

"Infecciosa codicia". Así calificó Alan Greenspan la semana pasada la raíz causal de la generalizada crisis de confianza que abate a los inversionistas de Wall Street; "infección" gestada al calor de graves y dolosas manipulaciones contables y toda suerte de trucos especulativos de las cúpulas dirigentes de las empresas que cotizan en la bolsa. Cabe mencionar, de paso, que son las mismas "mafias" (para usar el calificativo que asignó el gobernador de California a los consorcios interesados en nuestro sector energético) que hoy por hoy se esfuerzan (mediante el neoporfiriato foxista, dedicado a la entrega y el saqueo del patrimonio nacional) en el apoderamiento de los activos y de los recursos naturales estratégicos: electricidad, petróleo, gas natural, minerales, agua y biodiversidad, entre otros.

Desde luego, nadie sabe cuánto tiempo se prolongarán los efectos de este crack y del "pánico bursátil" que le acompaña, pero, según algunos de los más experimentados analistas, entre quienes sobresale James Marmon, ex presidente del Eximbank y de la firma de inversionistas Schroder Wertheim & Co, "... este mercado no rebotará (will not boomerang) y las ganancias de las empresas más importantes que cotizan en él, durante los próximos años probablemente no podrán mantener el mismo ritmo de crecimiento del PNB". Es una opinión compartida por importantes economistas del sector privado y académico de EU. Se trata de un estallido de la burbuja especulativa, escalofriante por sus dimensiones y reminiscente a la década de 1930.
Como he apuntado en otra oportunidad (Geoeconomía y geopolítica del Caribe, UNAM, 1997), es indispensable la perspectiva histórica para la cabal dilucidación del crack bursátil que siguió al boom especulativo de la década de 1990, así como su contexto político-militar, especialmente en lo referido al uso del gasto público en tiempos de guerra como mecanismo anticíclico.

Thorstein Veblen, el más notable analista de la evolución del capitalismo industrial estadunidense del siglo XIX y principios del XX, mostró cómo la guerra de 1812 se vinculó con la gran depresión de 1808-1809, y que efectivamente propició la recuperación gradual y el auge experimentados plenamente en 1813-1814, ofreciendo luego estudios detallados de los acontecimientos de política exterior que siguieron al pánico bursátil de 1836 y de las condiciones de depresión generalizada de 1837 a 1843.

Después de la guerra contra México surgen oleadas de gran prosperidad como resultado de la gran especulación que siguió a la repartición de bienes raíces a troche y moche, resultado de la toma y absorción de poco más de la mitad del territorio mexicano. Posteriormente, los efectos de la guerra civil fueron igualmente estimulantes para la industria vinculada a la fabricación de abastecimientos y maquinaria de guerra.

En una obra publicada en 1904 (Theory of Business Enterprise), Veblen observaba que a partir de la década de 1870 el curso de los acontecimientos en el mundo empresarial había adoptado un cambio más permanente en relación con las crisis y las depresiones, y que el periodo de prosperidad que se cerraba a principios del siglo XX "... surgió de la guerra hispanoamericana (1898), que conllevó gastos en abastecimientos, municiones y servicios, colocando al país en pie de guerra, ayudando a desvanecer la depresión y llevando prosperidad a la comunidad empresarial" (ibid, p. 251).

Recuérdese que se trata de las operaciones militares mediante las cuales Washington impulsó la globalización de su comercio e inversión, tomando Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Según Veblen, frente a la tendencia crónica del sistema capitalista a la depresión, los "intereses creados" se las arreglan para montar "estímulos" con el fin de crear lo que denomina "consumo improductivo", por medio de políticas que alientan la preocupación popular -en el siglo XIX- por la "integridad nacional", o lo que durante la guerra fría se hizo en nombre de la "seguridad nacional" y hoy, como parte de la "guerra contra el terrorismo", por la "seguridad de la madre patria".
Quienes encuentren esta visión como algo irreal a partir de 1904, mejor recuerden que la economía de EU se salvó de una fuerte contracción gracias a la Primera Guerra Mundial y a la prosperidad que le siguió, y que luego volvió a hundirse en la más profunda depresión en los años 30, de la que se recuperó sólo después de su participación en la Segunda Guerra Mundial, y que las prosperidades que siguieron -también en ciclos recesivos- se han asociado con guerras frías y calientes, que han significado la inversión en el sector militar -en dólares constantes de 1970- de 4 billones 400 mil millones entre 1945 y 1990. En todas estas ocasiones se intensificaron las campañas de histeria xenofóbica, aunque resulta explicable que analistas decimonónicos, como Tocqueville, jamás pudieron imaginar el desenfreno militarista que se desató durante la guerra fría, y que Marcuse calificó como "un estado de guerra", en el cual el estado de bienestar se logra por medio de la movilización total de los recursos humanos y materiales para la eventualidad de una guerra, interna o externa, contra un enemigo, interno o externo, real o imaginario.

El antropólogo Jules Henry completó el cuadro marcusiano cuando se refirió a un aspecto nodal de la cultura del "estado de guerra": el miedo obsesivo a la aniquilación por una potencia extranjera. Aunque analistas como Tocqueville visualizaron muchas de las consecuencias humanas de la nueva tecnología y nueva ciencia que estaban surgiendo, jamás pudieron imaginarse, en palabras de Henry, "... el fantasma de muerte que crearían, o que llegaría a ser común que científicos y estadistas se imaginasen centenares de millones de cadáveres".
En la era de los armamentos termonucleares, químicos, biológicos y de la cohetería balística intercontinental, "eso" -que incluye la destrucción del marco de referencia bioquímico del planeta- es lo que está en juego.

jueves, 11 de julio de 2002

EU: bioterrorismo de Estado

John Saxe-Fernández
La Jornada.
México 11 de julio de 2002.

Desde que Bush calificó de "fase dos" a los ataques bioterroristas que se registraron después del 11/09, resultó importante determinar sus vínculos con los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Aunque la Casa Blanca lo negó al principio, se acumularon evidencias que indican que sectores de la Comunidad de Inteligencia (CI) habían recibido abundantes advertencias sobre un potencial ataque utilizando aviones de pasajeros como armas de guerra, y por negligencia, incompetencia -¿o conveniencia?- no actuaron.

En ese contexto fue llamativa la oposición de Bush a cualquier investigación independiente sobre qué sabía el equipo de la Casa Blanca y la CI antes del 11 de septiembre. Si la sombra de la sospecha se cierne sobre la fase uno, ahora se hace pública información explosiva en torno a los ataques ocurridos en la "fase dos" usando ántrax.

Una reseña del drama político y legislativo que ocurrió en el contexto del clima de pánico e indignación generado por el bioterrorismo muestra, primero, cómo logró neutralizar el natural desgaste del choque sicopolítico ocasionado por el 11/09 y luego cómo facilitó la aprobación de un conjunto de medidas, incluyendo la Ley Patriota, documento central impulsado por Bush y Ashcroft, que implanta un estado de excepción que debilita los sustentos normativos y constitucionales de la democracia y de los derechos y libertades civiles.

La importancia de esclarecer la conexión entre estas dos fases se basa en que la FBI aceptaba como muy probable el origen doméstico del bioterrorismo, aunque su director, que opera bajo las órdenes del fiscal Ashcroft, se apresuró a atribuírselo a un "bioquímico solitario".

Ignorado significativamente por los medios electrónicos, el tema adquirió resonancia mayor desde el martes 2 de julio cuando el New York Times publicó una columna de Nicholas D. Kristof (Antrax? The FBI Yawns) en la que se pone en tela de juicio la hipótesis de la incompetencia de los organismos de seguridad y se ofrecen datos que dan plausibilidad a contemplar otras explicaciones más siniestras sobre la fase dos que, a decir de Rosa Townsed (El País, 7/07/02, p. 1), están siendo suscritas por un número cada vez mayor de científicos y medios de comunicación, "que denuncian una trama de encubrimiento al más alto nivel".

Una de las observaciones más importantes de Kristof se refiere a que la falta de resultados en la investigación de la FBI sobre el bioterrorismo, nueve meses después de ocurridos los atentados, se debe no al letargo, abulia o a la superabundancia de información que oficialmente se aduce como explicación a la incapacidad para evitar tanto la fase una como la fase dos, sino a un intento deliberado por encubrir el involucramiento de agentes gubernamentales del más alto nivel del gobierno y de la CI en las acciones bioterroristas. El principal sospechoso, que Kristof identifica como Mr. Z, y que, según Townsend, se llama Steven Hatfill, "es un científico ligado a la CIA y el Pentágono". Ni más ni menos. Además es acusado de causar el mayor brote de ántrax de la historia, que mató a 10 mil campesinos. Esta proeza la realizó mientras trabajaba simultáneamente para el ejército de Estados Unidos y el régimen racista blanco de la entonces Rodesia -hoy Zimbawe. Kristof y Towsend indican que Hatfill continúa trabajando en misiones especiales del gobierno de Bush en Asia Central.

Los análisis genéticos realizados confirman que las cartas con ántrax dirigidas a los senadores demócratas Tom Dashle y Patrick Leahy sólo podían ser obra de un experto en ántrax, vacunado contra el patógeno y con acceso al Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército en Fort Detrick (Maryland), donde se llevan a cabo experimentos secretos de biodefensa. Según Townsed, esto llevó a Steven Block, profesor de guerra bacteriológica en la Universidad de Stanford, a sugerir que la razón por la que la FBI está retrasando la investigación es porque "el autor (de los atentados) o bien tiene información sobre el gobierno de Estados Unidos o bien es el propio gobierno" (p. 2). Lo grave es que el aparente letargo del aparato de seguridad (FBI) al mando de Ashcroft ya permitió que se incinerara parte importante de la evidencia (ántrax) necesaria en la indagación.

Las implicaciones son de orden mayor. Hatfil continúa al servicio del gobierno de Bush a pesar de que realizó un ataque bioterrorista contra la integridad física de la población y del liderato demócrata en el Senado, lo que lleva a varios analistas a la conclusión de que el gobierno actúa como "facilitador", después de los hechos, o antes de que ocurran, de un programa de acción de la fracción en el poder, en su fase dos, que tiende a la eliminación física o política de la oposición legislativa que endosa la investigación sobre el 11/09 que se realiza a puertas cerradas.
La operación militar que se planea contra Irak, justo antes de las elecciones legislativas de noviembre, aparentemente se orienta, entre otros objetivos, a crear condiciones que permitan el dominio de ambas cámaras por parte del equipo de ultraderecha encabezado por Bush.