La Jornada.
México 8 de diciembre de 2005.
"No puedo comentar sobre asuntos que afecten a nuestro servicio de inteligencia''. Con estas palabras Condoleeza Rice trató de evadir, durante su visita oficial a Alemania, la catarata de preguntas y cuestionamientos de la prensa europea sobre la existencia de centros de inteligencia antiterroristas financiados por la CIA y dotados de personal local. Los campos de ''internación, interrogación y eliminación de islamistas sospechosos'' desplegados por el gobierno de George Bush en Europa, en Irak y a lo largo y ancho del mundo, representan un inusitado esfuerzo por establecer un ''nuevo orden policial-judicial'', que opera al margen del derecho internacional, centrado en el uso de instrumentos públicos y ''privados'', de terrorismo de Estado.
Como resultado aumentan las fricciones y contradicciones entre gobiernos y su respectiva opinión pública. Considérese la centralidad que adquirió el tema de la tortura y el uso clandestino de pistas de aterrizaje de la CIA en Alemania, para el transporte, martirio y eliminación de presuntos terroristas. Es un asunto espinoso ante una población que sufrió los traumas -y vergüenzas-, de los campos de exterminio y terror nazi. Ahí es intenso el impacto psicopolítico de un esquema como el impulsado por el triunvirato Bush-Cheney-Rumsfeld, y esto ocurrió cuando Rice visitaba a un gobierno como el de la señora Merkel, que se esfuerza por mejorar la relación con Estados Unidos.
Los costos políticos para Merkel si se sospecha de la más leve colaboración con Estados Unidos en materia de represión y de centros de interrogatorio y exterminio, pueden ser devastadores y ella lo sabe: su gobierno conservador opera en medio de una opinión pública cuyo rechazo a la guerra en Irak persiste, junto con una creciente e indignada irritación por las operaciones ''clandestinas'' estadunidenses, las que incluyen el uso sistemático de la tortura, práctica a la que ahora parece adicto el triunvirato, la CIA y el Pentágono. El vicepresidente defiende a capa y espada los ''nuevos métodos'' tipo Gestapo que se emplean porque, dice, ''son útiles para combatir al terrorismo''. La opinión generalizada de expertos y conocedores es precisamente la contraria: la inutilidad de la información producida por el abuso físico y mental, por la humillación sexual y religiosa, de ''la persona''.
El desplome de la imagen de Estados Unidos no puede ser mayor. Hace poco el almirante Stanfield Turner, ex director de la CIA, calificó a Cheney como el ''vicepresidente para la tortura''. Mientras, el número de islamistas ''desaparecidos'' aumenta. Así se desprende de documentación proveniente de la Cruz Roja, la misma FBI, el Ejército y los documentos oficiales, que además muestran que el Pentágono cuenta con un contingente de 54 mil soldados instruidos para operaciones clandestinas de infiltración, demolición, sabotaje y capturas subrepticias, cuya ampliación promueve Rice en esta gira.
El terror de Estado por el petróleo iraquí va desde el bombardeo de civiles, las redadas y masacres continuas, el uso de armas prohibidas, hasta la tortura y el establecimiento en más de 40 países de centros para infligir dolor, tormento y angustia en la mejor tradición hitleriana.
Hace poco se informó en Estados Unidos que en Irak existen ''al menos'' mil 100 centros de tortura -algunos contratados a empresas estadunidenses-. También se sabe que operan en barcos de guerra y en aviones. Es un vasto esquema en el que, según datos recientes (Mark Danner, "Torture and Terror: America, AbuGhraib and the War on Terror", New York Review of Books, 2004, citado por W. Pfaff, en su notable What We've Lost, Harpers, noviembre 2005) participan ''agentes estadunidenses, soldados y contratistas privados''.
Para América Latina el asunto no es nuevo: millones de familias han sufrido el terror de Estado y la tortura como instrumento de ''gobierno'', como lo ilustran las actividades de la Escuela de las Américas, donde se adiestran decenas de miles de oficiales latinoamericanos en técnicas que, según el Departamento de Defensa, van desde ''la censura y las operaciones de cateo y cordón'' hasta ''el interrogatorio de prisioneros y el control del 'populacho' y los recursos''. Esto siempre se negó. Hoy es parte de una política de Estado intervencionista que considera ''obsoleta'' la Convención de Ginebra, que combate a la Corte Penal Internacional y que expone a los oficiales y responsables a la máxima pena, según la Ley Federal de Estados Unidos sobre Crímenes de Guerra de 1996, vigente. Bush, el ''comandante en jefe'', encabeza la lista de los ''involucrados'', por lo que su gobierno usa el término de ''enemigos combatientes'' como dispositivo lingüístico para evitar su aplicación. Pero, como dice Pfaff, la Casa Blanca le señala a la tropa que ''...en la guerra contra el terrorismo están suspendidas no sólo las normas internacionales y nacionales, y el comportamiento legal, sino también las normas religiosas y seculares comúnmente aceptadas como parte de la civilidad''. (p.55)
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