La Jornada.
México 5 de agosto de 2004.
La muerte acaba con una vida, no con una relación", solía reflexionar Morrie Schwartz, cuya cátedra de sicología social en la Universidad Brandeis (Boston) abrió nuevos caminos para entender la naturaleza humana, en todo su esplendor y trauma, a una generación ya de por sí impactada por el pensamiento de Herbert Marcuse, entonces a cargo del departamento de Historia de las Ideas. Sus palabras cobran significación especial al cumplirse 25 años de la muerte de Marcuse: una voz que sigue ahí, tronando en mi conciencia, con su acento alemán, sus giros explicativos y una combinación de exasperación y empatía.
El tiempo y el espacio no permiten discutir la contribución de Marcuse al pensamiento social y la vigencia de su obra. Ya Víctor Flores Olea lo hizo en una espléndida síntesis, publicada por El Universal la semana pasada. Sólo quiero compartir algunos recuerdos y vivencias que tengo del filósofo alemán, a quien conocí a principios de los 60, cuando John F. Kennedy era presidente, Estados Unidos salía de las persecuciones y paranoias del macartismo, el tercer mundo se convulsionaba con procesos anticoloniales, en América Latina la Revolución Cubana vencía a la dictadura y al imperialismo, las amenazas de recesión eran continuas, se profundizaba la carrera armamentista con la URSS, y Kennedy aceptaba la herencia venenosa de Eisenhower y Nixon contra Vietnam y Cuba.
Gracias a un extraordinario programa de becas financiado por Lawrence Wien finalicé la licenciatura en ciencia social, iniciada en la Universidad de Costa Rica. A Herbert Marcuse lo vi por vez primera en la entrevista que todo estudiante debía tener para ingresar a su seminario o a los cursos ofrecidos por su departamento. Yo quería empezar con Marx y su reacción fue rotunda. Sentí que se escuchó por todo el pasillo: "¡De ninguna manera! Primero Kant -y todo lo que hay detrás-, luego los utilitaristas; después Hegel y, entonces sí, Marx". Complicó mi vida de veinteañero. Pero me hacía un gran favor librándome de los riesgos del catecismo en favor de un mundo teórico e histórico, complejo y rico en la mejor tradición del pensamiento crítico. Lejos, muy lejos de la imagen que difundieron los medios de comunicación años después, de profesor complaciente. En sus seminarios era riguroso, exigente y hasta furioso -a la Toscanini- cuando se percataba que no había una lectura cuidadosa del texto en discusión. Su asistente, David Ober, nos ayudaba y guiaba con gran eficacia. Luego vino el examen de su perdurable Razón y revolución y, posteriormente, de Eros y civilización, ciertamente, como advirtió Clyde Kluckhohn, la más importante reflexión sicoanalítica desde que Freud cesó de publicar.
Con Ober analizamos y estudiamos el borrador de El hombre unidimensional. Marcuse escribía en inglés, pero con una sintaxis alemana, compleja, y con oraciones que a menudo pasaban de la cuartilla. Era necesario someter cada una a discusión y traducción. Beacon Press lo publicó. Comparando las dos versiones, a primera vista el libro nos pareció una simplificación, una caricatura. Pero, sin perder lo esencial, los editores hicieron el texto accesible al gran público, lo que es un gran mérito.
Antes de la graduación me inscribí en su curso magistral sobre El Estado de guerra. Su impacto fue profundo y perdurable. Basándose en El Behemoth, de Franz Neuman, realizaba un ejercicio de comparación histórica entre la Alemania nazi y la economía permanente de guerra de Estados Unidos, con todo y sus masacres en el tercer mundo. Su curso requería de una minuciosa lectura diaria, además de los libros y de la prensa. Terminó con una reflexión sobre Spengler y la decadencia de occidente. Kennedy había sido asesinado en 1963. Johnson profundizó la intervención en Vietnam y aumentó de manera pronunciada el gasto militar, al tiempo que Marcuse conceptualizaba al "Estado de guerra" como aquel que genera el "Estado de bienestar" por medio de la movilización total de recursos humanos y materiales contra un enemigo externo o interno, real o imaginario, en la eventualidad de una guerra, también externa o interna. Ese keynesianismo militar es parte fundamental de nuestro predicamento como civilización y como especie.
Viví el 68 anticipadamente. La indignación, que la escritora George Sand había calificado como expresión máxima del amor, adquirió un nuevo estatuto con Marcuse. Su ira con los responsables de lo que ocurría tenía tras de sí los horrores de Auschwitz, no menos que de Nagasaki e Hiroshima. Cuando el decano de la universidad volvió de Vietnam de una gira de inspección de los strategic hamlets (campos de concentración rurales) y dio un apologético informe ante una comunidad estudiantil preponderantemente judía, Marcuse, el comentarista, lívido, le preguntó: "Señor decano, como un ser ajeno a ella, ¿qué opina de la raza humana?" Prácticamente lo sacamos en hombros, en medio de nuestro aplauso cerrado que le acompañó el resto de su vida y sigue desde estas páginas.
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