La Jornada.
México 12 de octubre de 2006.
Usar los ataques del 11-9 al estilo nacionalsocialista, como "una máquina para la fabricación de poder", en favor de la Presidencia Imperial, ha caracterizado el comportamiento de lo que Paul O'Neill, ex secretario del Tesoro, calificó como la camarilla de George W. Bush y Richard Cheney.
Durante los primeros nueve meses del arribo de Bush y Cheney a la Casa Blanca, en enero de 2001, al tiempo que negaban recursos presupuestales y desatendían sistemáticamente las propuestas y solicitudes de audiencia de Richard Clarke -el zar antiterrorista nombrado por Clinton, confirmado en su cargo por Bush para el refuerzo de la campaña contra Al Qaeda dentro de Estados Unidos-, los integrantes del gabinete, incluyendo a Rumsfeld, Wolfowitz -hoy flamante presidente del Banco Mundial-, Richard Armitage, John Ashcroft, John Bolton y Condoleezza Rice, entre otros, estuvieron a la expectativa, en aparente espera, según un documento de 2000 del Project for a new american century (textual), "a que ocurriera algún evento catastrófico y catalizador -como un nuevo Pearl Harbor"- que movilizara al público y les permitiese poner en marcha sus teorías y planes. El 11-9, como se indica en Terror e imperio (México, Arena 2006, pp. 227-228) fue, precisamente, lo que estaban buscando. Pocos días después de los ataques que segaron la vida a más de 3 mil personas, Rice convocó al Consejo de Seguridad Nacional para asegurarse de que el 11-9 fuera explotado políticamente y, según Chalmers Johnson (The sorrows of empire, New York, Metropolitan, 2004), solicitó -palabras exactas: "pensar sobre cómo sacar provecho de estas oportunidades para modificar de manera fundamental la doctrina estadunidense e impactar así en el mundo, a raíz del 11 de septiembre".
Luego Rice agregó: "... realmente pienso que este periodo es similar al comprendido entre 1945 y 1947", refiriéndose a los años cuando el miedo y la paranoia impulsaron a Estados Unidos a su guerra fría con la URSS.
Aunque la recomendación de Rice, entonces consejera de Seguridad Nacional y hoy secretaria de Estado, no deja nada a la imaginación, debo aclarar que las acciones realizadas por la Casa Blanca indican que la intención de "modificar de manera fundamental la doctrina estadunidense" se expresó en metódicas maniobras para neutralizar la norma constitucional y de derecho internacional. La meta del fundamentalismo golpista neoconservador se centró en realizar operaciones, como el espionaje electrónico-telefónico de la Agencia de Seguridad Nacional, sin autorización judicial para vulnerar (ex profeso) la ley de 1978 que estableció la Corte de Vigilancia de Inteligencia Exterior, diseñada para frenar abusos presidenciales, como el espionaje contra opositores realizado por Nixon, o en la abierta violación de la Convención de Ginebra y del hábeas corpus, de las leyes federales y del Código Militar, por medio de tribunales militares secretos, en la prisión de Guantánamo y en la vasta red de campos de detención donde se practica la tortura. Todos ellos son procedimientos encaminados a instaurar un nuevo orden legal y de derecho internacional (un Estado de excepción), que sustituya normas nacionales, como la Ley Federal sobre Crímenes de Guerra, de 1996, que conlleva la pena de muerte para cualquier oficial, civil o militar que la viole, o bien las del derecho penal internacional, como las derivadas de los juicios de Nuremberg. En corto, y siguiendo la tradición sentada por Hitler e ideólogos nacionalsocialistas, entre ellos Carl Schmitt, la meta ha sido instaurar un "Estado de excepción" por medio de "un nuevo paradigma", como acaba de elucidar Jane Mayer desde un bien informado trabajo (The Hidden Power, The New Yorker, July 3, 2006, pp. 44-55), que ahora arroja luz sobre las muy graves implicaciones de la reciente aprobación de la mayoría republicana de la legislación que condona la tortura y los fundamentos del Estado de excepción. Es un golpe al estado de derecho por parte de quienes, a decir de Scout Horton, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Columbia, de Nueva York, "... intentan derrocar dos siglos de jurisprudencia que define los límites de la rama ejecutiva".
Mayer indica que ha sido David S. Addington, el jefe del staff y asesor legal del vicepresidente Richard Cheney quien, a decir de fuentes tan notorias como el ex secretario de Estado Colin Powel y Lawrence Wilkerson, su principal consejero, encabezó la campaña por la legalización de la tortura.
Desde sus tiempos como colaborador de Cheney en el Pentágono, Addington mostró gran interés en los procedimientos legales requeridos para la sucesión presidencial en caso de declararse un "estado de emergencia", por ejemplo, si ocurriera un ataque nuclear o biológico. Es significativo, en el contexto del 11-9, señalar que Rumsfeld, Cheney y Addington se inclinan por una presidencia inconstitucional, sin contrapesos judiciales y legislativos, dedicando gran brío e interés en las operaciones encubiertas en ultramar y "dentro" de Estados Unidos.
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