jueves, 14 de octubre de 2004

Las chorradas de Bush y Blair

John Saxe-Fernández
La Jornada.
México 14 de octubre de 2004.

Las copiosas relevaciones de Richard Clarke (el ex encargado de la lucha antiterrorista de los gobiernos de Clinton y Bush) en su libro Contra todos los enemigos, (Taurus, 2004) dibujan un cuadro de situación turbadora sobre lo que ocurre en las altas esferas de la seguridad nacional de ''la presidencia imperial''. Aunque se trata de un pesado fardo bipartidista, el contraste entre la realidad y el manejo propagandístico de la información se fue intensificando desde que comenzó este gobierno republicano.

Cuando llegamos a los dos primeros debates presidenciales, la colisión entre los hechos y los engaños simplemente salen de la coraza elaborada en torno al presidente por el equipo de neoconservadores de la Casa Blanca, cobran vida y estallan en cada palabra de un mandatario que centra su estrategia para mantenerse en el poder en la lucha antiterrorista y en una infame explotación de la tragedia humana gestada por los ataques del 11-09.

Clarke, nada menos que el encargado del terrorismo, nos informa que no se le había permitido reunirse con Bush para discutir el tema, ''ni en enero ni después de enero''. Lo recibió hasta el 11/09 (p. 46). Durante los primeros días de su gestión antiterrorista (enero de 2001) Clarke había solicitado con carácter ''urgente'' una reunión del gabinete para aprobar un agresivo programa contra Al Qaeda, misma que no se realizó hasta el 4 de septiembre, muy tarde para detener el operativo terrorista en marcha y a pesar de que oficinas regionales del FBI habían recibido serias advertencias sobre preparativos terroristas que usarían aviones comerciales.
Hasta entonces Clarke sólo había mantenido una reunión sobre terrorismo con Cheney, Rice y Powell y fue tal el desinterés de la cúpula política, que todo esfuerzo antiterrorista fue desalentado. Incluso circuló la historia de que Clarke había pedido un traslado.

No deja de sorprender que los demócratas no hayan recurrido a este valioso relato de Clarke. Quizá sus datos sean demasiado espinosos, pero su importancia trasciende todo arreglo bipartidista, máxime que Clinton había empezado a aumentar progresivamente los presupuestos para los programas antiterroristas y que, ''por primera vez en 40 años, una administración había creado y financiado un programa de gran envergadura para defender el interior del país'' (p. 172).

Aunque Kerry y Edwards se han referido a las falsedades utilizadas por el gobierno para justificar la guerra contra Irak, como los supuestos vínculos de Hussein con Al Qaeda o las inexistentes armas de destrucción masiva, resulta más relevante enterarse, de esta fuente privilegiada, que cuando Wolfowitz, el segundo de Rumsfeld en el Pentágono, a solicitud de Clarke presidió una reunión para determinar una postura oficial sobre las relaciones entre Irak y Al Qaeda, ''todos los departamentos e instancias del gobierno estuvieron de acuerdo en que no existía ningún tipo de cooperación entre los dos. Se envió un memorando a tal efecto al presidente, pero nunca tuvimos noticias de que le hubiera llegado'' (p. 54).

Y por lo que se refiere a las armas de destrucción masiva (Blair afirmó que Saddam podría atacar en 45 minutos), una mentira vívidamente orquestada ante el Consejo de Seguridad de la ONU por el secretario de Estado Colin Powell, resulta de lo más relevante enterarnos de cómo este asunto ya se había investigado y ventilado durante el gobierno de Bush padre, cuando el actual vicepresidente Dick Cheney era secretario de Defensa, y Powell fungía como jefe del Estado Mayor:

Durante una reunión del comité directivo presidido por Brent Scowcroft, entonces consejero de seguridad nacional de Bush padre, para planear la primera Guerra del Golfo y cuando se le preguntó a Powell sobre si Hussein haría uso de las armas de destrucción masiva, encogido de hombros ''y con una expresión de cordero dijo: sencillamente creo que las armas químicas son una chorrada''. Scowcroft, general retirado de la Fuerza Aérea, preguntó: ''¿Una chorrada? ¿eso es algún tipo de terminología militar? Poniéndose más serio, Powell explicó: Las armas químicas sólo harán que nos retrasemos un poco. Reforzaremos los tanques y entraremos. No creo que Saddam use armas biológicas porque no son adecuadas para el campo de batalla. Tardan mucho tiempo en hacer efecto. Aparte de todo, esa mierda se puede volver contra ti. Y armas nucleares, yo no creo que las tenga'' (p. 205). Esto ocurrió antes de que Irak, bajo supervisión de la ONU, desmantelara sus programas armamentistas como resultado de su derrota militar.

Téngase presente el cinismo de Blair y la actuación de Powell sobre la ''amenaza de las armas de destrucción masiva de Sadam'' frente al Consejo de Seguridad antes de la guerra preventiva de Bush que, con el aval del ''aliado'' inglés, sigue matando y mutilando a decenas de miles de iraquíes y de soldados de Estados Unidos. Ello permite calibrar mejor el orden de magnitud de la mentira, del fracaso, de la procacidad y de las criminales chorradas que caracterizan a este gobierno.

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