La Jornada.
México 2 de mayo de 2002.
A poco menos de dos semanas del affaire protagonizado por México y Cuba en torno a propuestas inadmisibles sobre las formas y tiempos de la participación del presidente Fidel Castro en la cumbre de Monterrey, han corrido tantos ríos de tinta que parece que transcurrieron meses. Conviene realizar un esfuerzo reflexivo sobre algunos asuntos de fondo.
En medio del abandono de los principios históricos de la política exterior mexicana y de su lamentable sometimiento a los lineamientos de Washington en relación con Cuba, resaltan dilemas e interrogantes: ¿por qué los gobiernos de Estados Unidos conciben a Cuba como una amenaza, aun después del fin de la guerra fría? Con 11 millones de habitantes y un aparato militar orientado a la defensa nacional, Cuba no representa peligro para Estados Unidos. Aun así, durante más de 40 años ha estado sometida a un brutal bloqueo comercial, financiero e industrial, y a continuas agresiones encubiertas de corte militar terrorista y bioterrorista, en este último caso no sólo contra la integridad física de Castro, sino también de la población, y las principales cosechas -azúcar, tabaco, etcétera- y el stock ganadero, lo que representa una persistente violación de derechos humanos, políticos y económicos fundamentales.
El mantenimiento del bloqueo no se explica por la naturaleza socialista de la economía cubana, si se tiene presente la creciente interacción económica de Estados Unidos con China y Vietnam. El problema se centra en los intentos cubanos por lograr un manejo soberano en torno a sus principales ejes de acumulación, que virtualmente durante toda la historia de la independencia fueron abrumadoramente controlados y usufructuados por empresas de Estados Unidos. La hostilidad y codicia estadunidense en relación con la soberanía y riquezas, así como la posición geográfico-estratégica de la isla son patentes incluso antes de que existieran economías socialistas en el mundo. Ellas se recrudecieron durante el socialismo soviético y persisten después de su colapso.
En Geoeconomía y geopolítica del Caribe (UNAM, 1997) he postulado que los cambios que se observan en la relación entre México, Cuba y Estados Unidos en su dimensión mundial, hemisférica y regional son de relevancia para comprender algunos rasgos de los procesos de integración de corte monroísta, como los que fueron torpemente aceptados por Salinas y formalizados en el TLCAN y su pretendida proyección al resto de América Latina por medio del ALCA. Cuando se negociaba el TLCAN, el embajador Negroponte notó que se transformaría "en la piedra angular" para inducir un quiebre histórico en la política exterior mexicana a favor de Estados Unidos, aspiración que fue tomando cuerpo paulatinamente con Salinas y Zedillo, y que ahora se concreta bajo la conducción de Castañeda hijo, con tal encono que la dilucidación del fenómeno demanda un enfoque interdisciplinario que se extiende desde la ciencia política al sicoanálisis.
El esfuerzo diplomático que despliega Washington desde Tlatelolco se comprende mejor si se tiene presente que en medio de una creciente rivalidad inter-bloque, la Casa Blanca se esfuerza en articular un esquema signado por la colonialidad y la exclusividad comercial, monetaria y de inversiones en América Latina recrudeciendo su monroismo por medio de un ataque sistemático contra los principios del derecho internacional público, como lo es el derecho soberano de los Estados a recurrir a la reglamentación, nacionalización o expropiación de empresas extranjeras, cuando pongan en peligro el proyecto y la viabilidad misma de la nación, o bien sean de "utilidad pública". A Washington le incomoda la postura cubana en torno al servicio de la deuda externa, uno de los mecanismos fundamentales para el ejercicio de la hegemonía en función de su alto empresariado. Ese servicio constituye una carga intolerable sobre las balanzas de pagos, una merma de las reservas internacionales y una desviación del ahorro interno incompatible con la recuperación de nuestras economías. La actitud "post-monroísta" articulada por la Revolución Cubana es algo más que una piedra en el zapato de Washington.
El post monroísmo materializado en Cuba implica un rechazo al régimen acreedor a ultranza impuesto a la región como resultado de la crisis deudora de 1982. En la esfera económica se expresa en políticas razonables, a nuestro alcance -diametralmente opuestas a los lineamientos auspiciados por Estados Unidos desde el FMI-BM-, por estar orientadas al bienestar social, el crecimiento sostenido, la defensa del aparato productivo y las monedas nacionales, la distribución equitativa del ingreso, la suficiencia alimentaria, la elevación del ingreso rural, la industrialización y construcción de infraestructuras productivas y de investigación y desarrollo propias, así como en su adhesión a principios rechazados formalmente por Estados Unidos como el derecho de las naciones a disfrutar y disponer soberanamente de sus recursos naturales.
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