La Jornada.
México 26 de diciembre de 2002.
En la articulación de la política exterior de Estados Unidos siempre ha sido notable la brecha entre el discurso de la estabilidad y la democracia, y las acciones de diplomacia abierta y clandestina, generadoras de feroces dictaduras, incertidumbre político-militar, crisis económica, caos y guerra. En el núcleo de esta contradicción entre estabilidad y caos, está la relación simbiótica entre el Estado y la corporación, y la centralidad en esa política, de los intereses cortoplacistas del alto empresariado.
Que los impulsos de centrifugación capitalista dirigidos a lograr máximas ganancias hayan hecho trizas el tejido social donde operan, abriendo la vía al desbarajuste -pero también a la revolución-, queda ampliamente ilustrado desde la experiencia del porfiriato, hasta el trauma que hoy aflige a millones de campesinos junto al sector agropecuario mexicano, así como en el profundo desgarre socioeconómico y político que padece la población argentina, colombiana y venezolana. Las tragedias neoliberales se multiplican mientras el poder y las contradicciones del capital se agudizan.
Este capitalismo depredador propicia: en el plano doméstico, los precipitantes de guerra civil, y en el internacional, los inductores de guerras regionales o de conflagración general. Del Bravo a la Patagonia se generaliza la respuesta social de las mayorías despojadas junto con una profundización de esquemas oligárquico-imperialistas y de instrumentos de corte policiaco-militar auspiciados por Washington. Como ejemplos, el Plan Colombia, la intensificación de la presencia militar y de inteligencia en México, y un nuevo rosario de bases militares desplegadas en el Caribe, Centroamérica y alrededor de Brasil, en parte para enfrentar la explosividad sociopolítica de un esquema de explotación y dominación que ya agotó los límites de la tolerancia sociopolítica, en parte para ofrecer una "sombrilla de seguridad" a los inversionistas extranjeros, en particular a las empresas dedicadas a la explotación de la riqueza petrolera, gasera -vinculadas con la cúpula política de la presidencia imperial-, minera, de las cuencas acuíferas y de la biodiversidad.
En su dimensión bilateral, continental e internacional, la política exterior y de seguridad interior se maneja desde un gabinete repleto de halcones y agentes del aparato de operaciones clandestinas, de cuestionables antecedentes judiciales, extraídos de lo peor que generaron los gobiernos Reagan-Bush padre. Como medida anticíclica, no menos que con la mira en las elecciones presidenciales, se estimula el keynesianismo militar y, paradójicamente, la proliferación de armamento de destrucción masiva mediante inusitados incrementos en el gasto militar, la "modernización" del armamento nuclear, químico y biológico y el despliegue del Sistema Nacional Antibalístico, aunque no existan los fundamentos tecnológicos para el mismo o enemigos identificados y listos a lanzar ataques balísticos intercontinentales hacia Estados Unidos.
La presidencia imperial induce el desorden y caos internacionales mediante la estrategia de la guerra "defensiva anticipatoria" y la promoción del regime change, de Irak a Venezuela. Intenta desactivar a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que funge como mecanismo regulador de los precios internacionales del crudo, en medio de un irreflexivo ataque al nacionalismo árabe, con la mira puesta en el control directo y usufructo de la riqueza petrolera de Medio Oriente; alienta oficial y públicamente el rompimiento con el estado de derecho en Venezuela, apoyando las "elecciones anticipadas", al margen de la normatividad constitucional vigente: prisas opositoras regidas por los calendarios bélicos de Bush en Irak y los intereses petroleros que representa.
Los halcones esperan, optimistamente, "una guerra relámpago" exitosa contra Irak como parte de la campaña contra la OPEP que se realiza desde distintos frentes. El secretario de Energía estadunidense, Spencer Abraham, alienta la exploración, extracción y las exportaciones petroleras de México, Ecuador, Colombia, Rusia, el Mar Caspio y las perforaciones profundas en Africa Occidental y el Atlántico. En Colombia, por medio del Pentágono, una brigada del ejército de ese país protege un oleoducto copropiedad de Occidental Petroleum. Desde junio presiona a Nigeria para que le retire su membresía a la OPEP, paso previo -dice Abraham- para que desplace a Arabia Saudita como primer exportadora a Estados Unidos. Pero, según las principales y más serias indagaciones geológicas, los países del golfo Pérsico son los únicos poseedores de una "capacidad productiva superavitaria de crudo", es decir, que pueden aumentar, en un plazo relativamente corto, su producción en varios millones de barriles diarios. En el meollo de estas acciones está la extraordinaria dependencia de Estados Unidos: importa poco más de 60 por ciento. Para 2020 esa cifra, según fuentes oficiales, puede llegar a 90 por ciento. Es un serio predicamento estratégico, pero también ofrece oportunidades a las petroleras para realizar astronómicas ganancias. Las petroleras ya se disputan el botín "post-Saddam".
Que estos intereses cortoplacistas impulsen la militarización y geopolitización del mercado mundial de petróleo sobre cualquier otra consideración, es uno de las mayores amenazas a la seguridad internacional. La guerra y el peligroso intento, probablemente infructuoso, de desactivar a la OPEP, desestabilizarían una de las regiones de mayor explosividad político-militar del planeta, afectando una economía internacional que propende hacia el estupor deflacionario simultáneo en los principales polos capitalistas. Según un estudio sobre los costos de una guerra contra Irak, realizado por William D. Nordhaus, de Yale (síntesis ofrecida por Proceso, núm.1363): "(...) forzar a que Irak se saliera de la OPEP y obligar a ese país a aumentar mucho su producción, sería una declaración de guerra contra la OPEP. Eso generaría una baja de los ingresos en la mayor parte de los países de Medio Oriente, afectaría profundamente la economía de Rusia, desestabilizaría regiones enteras desde Argelia hasta Novosibirsk (Liberia, Federación de Rusia)". Según Nordhaus, si la guerra no se ajusta al escenario optimista de Bush, con un costo aproximado de 99 mil millones de dólares, podría ocasionar erogaciones cercanas al billón 924 mmdd, sólo para Estados Unidos. Su cálculo no contempla los efectos en la macroeconomía global. Estamos en medio del desate de procesos bélicos que pueden adquirir un ímpetu propio y con mecanismos de disuasión muy deteriorados. La presidencia imperial, guiada por intereses estrechos y cortoplacistas, está profundizando las rupturas del tejido social global, abriendo las puertas del infierno.