La Jornada.
México 18 de abril de 2002.
Los intereses empresariales y las necesidades geoestratégicas están por encima de los compromisos del gobierno de Bush en torno a la vigencia del estado de derecho y de los principios y procedimientos democráticos en el hemisferio.
Conforme pasaron las horas desde que abortó el complot empresarial, mediático y militar, se acumularon las evidencias y se comprobaron las pistas sobre la participación del aparato de seguridad de Estados Unidos en el intento golpista del 11 de abril en Venezuela. Para Bush el fiasco ha sido mayor, dentro y fuera de su país. El problema se complica porque las políticas económicas impulsadas por Estados Unidos desde el FMI-BM y BID, llegaron a los límites de la tolerancia político-social.
Después de décadas de aplicar recetarios que sólo pueden calificarse como una brutal guerra de clase, se observan respuestas populares que se extienden desde Buenos Aires hasta Chiapas, así como expresiones concretas y efectivas de construcción social de alternativas en Colombia, Bolivia, Ecuador y Brasil. La pregunta que surge, inmediatamente es: ¿cuáles son los factores que han impulsado al gobierno de Bush a tomar estos y otros riesgos en el plano regional y global?
La respuesta es necesariamente multifactorial. Pero no cabe duda de que una de las consideraciones mayores giran en torno a los problemas empresariales y geoestratégicos que se derivan de la creciente dependencia estadunidense de los suministros petroleros del exterior y que actualmente representan entre 60 y 65 por ciento del consumo total, mientras su reserva petrolera continúa desplomándose de manera acelerada.
Venezuela, junto con México, posee una de las principales reservas de petróleo convencional -y no convencional- del hemisferio y esto, en gran medida, explica el gran despliegue de todo tipo de instrumentos -económico-comerciales, políticos y militares-, realizado por Estados Unidos en las últimas décadas para acrecentar su impacto en el proceso de toma de decisiones, tanto a nivel gubernamental como de las empresas involucradas: PDVSA y Pemex.
En nuestro caso es notable la docilidad y complicidad gubernamental para aceptar e implementar las políticas de privatización de facto de Pemex, al margen de la normatividad constitucional vigente . Desde De la Madrid a Fox ha sido persistente el sometimiento a los lineamientos del Banco Mundial, por ejemplo, en materia de petroquímica, de explotación y, más grave aún, de una ''reorganización administrativa'' orientada al desmembramiento operativo como paso previo a la privatización de la empresa.
En el caso venezolano se observa un intento del gobierno de Chávez por frenar la penetración estadunidense en el proceso de toma de decisiones, de asumir el control y dirección de la estrategia económica y con ello del destino y uso de la principal reserva petrolera del hemisferio, así como de la conducción de PDVSA. No es cosa de poca monta. Se trata de una de las empresas petroleras más importantes del mundo que el chavismo se ha atrevido a tratar de conducir dentro de parámetros orientados por el interés público nacional.
La implicación de la Casa Blanca en el esquema golpista indica un alto grado de preocupación por las medidas adoptadas por Chávez. Bush empezó a mover las fichas de manera urgente. El 25 de febrero nombró embajador en Venezuela a Charles S. Shapiro, conocido operador de inteligencia y hasta hace poco director de Asuntos Cubanos en el Departamento de Estado. Pocas semanas antes de la intentona golpista, un vocero del FMI hizo de conocimiento público que esa institución estaría dispuesta trabajar y colaborar con cualquier gobierno ''alternativo'' en Venezuela. Un reflejo inequívoco de la creciente irritación de la Casa Blanca con la política petrolera y exterior del chavismo.
Por esos días el secretario de Estado Powell se quejó ante el Congreso estadunidense de que el mandatario venezolano visitaba países ''extraños'' -Cuba e Irak-, a lo que la cancillería replicó que Venezuela es una nación soberana y no acostumbraba pedir permiso para actuar. La visita de Chávez a Bagdad en agosto de 2000 fue la primera realizada por un jefe de Estado a Irak desde la Guerra del Golfo en 1991, para invitar a Sadam Hussein a la cumbre de la OPEP en la que la coalición de exportadores tomó decisiones firmes en torno a la defensa de los precios del crudo.
La adhesión e impulso de Venezuela a los lineamientos de la OPEP en este renglón, su participación en el abasto de crudo a Cuba y su rechazo al uso del ''terror para combatir al terror'' -clara alusión a la postura de Bush en la materia-, habían exasperado a la Casa Blanca y a la derecha legislativa. Cuando el senador Jesse Helms, de Carolina del Norte, uno de los legisladores más preocupados por el nacionalismo petrolero venezolano, recibió la noticia de ''la renuncia'' de Chávez, exclamó que era ''una bendición y la voluntad del pueblo''. Luego recomendó que ''el gobierno de transición'' debía ''preparar a la brevedad posible una nueva elección nacional'', una línea de desacato constitucional que fue refrendada por la Casa Blanca, aprobada por el Pentágono e impulsada por el Departamento de Estado, y posteriormente coreada por varios presidentes latinoamericanos, entre ellos los ''demócratas'' Cardozo de Brasil y Rodríguez de Costa Rica.